lunes, 11 de marzo de 2013

DEBORA ARANGO II El baile de las que sobran






Los cuerpos de Débora no son ya ni místicos ni señoriales: son cuerpos que recién estrenan la ciudad y descubren la modernidad. Y en el estupor que estas circunstancias desestabilizadoras les provocan, son cuerpos estremecidos, inseguros, ambiguos, al filo de la navaja y de la historia. Son cuerpos donde los discursos del progreso, la educación y el control corporal de principios del siglo XX se llenan de baches como un rostro agujereado por viruelas. Son cuerpos sometidos a nuevos códigos corporales, gestuales, proxémicos; a nuevas libertades y censuras, a inéditas bendiciones y condenas. Son cuerpos con nuevas topologías, valores y simbolizaciones[1].  Son cuerpos que al tener que soportar estas insoportables tensiones, se quiebran y se deforman, convirtiéndose en cuerpos tan disarmónicos  que “las bellas artes” de la época, simplemente se niegan a verlos.

Eladio Vélez, La Planchadora, óleo, 



José Rodríguez Acevedo, Adolfo Samper, Ignacio Vélez Jaramillo por ejemplo a pesar de los huracanes exteriores, se anclan en la esfera de los cuerpos serenos. Las mujeres de sus representaciones tal vez tienen ahora las faldas y los cabellos más cortos, pero los vientos de la historia no parecen perturbarlos. En especial Eladio Vélez, el primer maestro de Débora, quien se concentra en pintar aquellos cuerpos que parecen seguir a pie juntillas los preceptos de los tratados de urbanidad, los cuales sin embargo ya estaban heridos de muerte.  Los  cuerpos femeninos que retrata son obedientes, asexuados, dóciles. Eladio los mira en sus casillas y los pinta en sus casillas. Y a los que se salen de ellas, simplemente los ignora.

Pedro Nel Gómez, Barequera Aurea , 1949, óleo, Museo de Antioquia

A pesar de las apariencias, Pedro Nel Gómez, el otro maestro de Débora, tampoco parece ir mucho más lejos en la lectura del entorno caótico del país, de la sociedad de sus días y la perturbación que todo ello había causado en los cuerpos. En un principio, Débora se entusiasma con sus representaciones volcánicas que traían aire fresco al congelado universo eladista, su primer horizonte. Aprecia esa nueva mirada en las que los cuerpos femeninos  tienen uñas, pies, muslos, entrepiernas, senos y, además, se mueven.  Sin embargo,  estas representaciones de Pedro Nel Gómez  no ven lo que ella está viendo. Los cuerpos de aquel son tan ejemplares como los piadosos o los señoriales, e ignoran sus recientes  desgarramientos físicos y mentales. Son tan alegóricos como los coloniales, así estas alegorías se refieran ahora al buen salvaje primitivo de América o al hombre nuevo utópico con el que soñaba el muralista.  Pedro Nel no pinta cuerpos particulares, sino ideas de cuerpos. Los suyos son cuerpos ejemplares cívicos y políticos. Buscan la perfección según los cánones del Renacimiento, así aparentemente su paleta étnica sea más variada. Pero son cuerpos-comparsa de una historia coreografiada como un ballet sobre un telón de escenario. Su concepción del género es tan tradicional como la colonial. En su mundo, al cazador de tigres le corresponde una barequera, al obrero una obrera, al Hojarasquín, la MadreMonte. No hay allí una pregunta sobre esta división que parece tan natural como los ríos y las montañas antioqueñas. En sus murales, el artista no mira a las mujeres en sus mundos, sino que  las retrata desde las ideas preconcebidas de esa utopía que a veces  ubicaba en el pasado, a veces  en el futuro, pero nunca en la historia.

Ni la mirada de Eladio ni la de Pedro Nel satisfacen las necesidades de su discípula.  Débora, entonces, mezcla a su manera la capacidad de observación de los eladistas  con el cinetismo de los pedronelistas; los retratos particulares de los unos, con los alegóricos de los otros. Y a estos y aquellos los baja de las ideas y les tiende un cable a tierra. Abre la ventana de la actualidad y con su lluvia prosaica moja las esencias. Recupera el cuerpo y comprende que debe tener un espacio. Que la vida se trata de cuerpos reales en espacios reales. Y hace una fina lectura de la manera como su época concibe esta relación. Las paradojas de su tiempo, los terremotos sociales del país y sus tormentas políticas, para la que aquellos maestros no habían tenido ojos, hieren sin embargo como un rayo la mente lúcida de esta mujer. Sólo ella está en la capacidad de ver al emperador sin traje. Y lo que encuentra es un espectáculo entre dantesco y goyesco.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.



[1] GARCÉS, Ángela. “La modernidad emergente. Entre cuerpos, imágenes y gestos femeninos/masculinos en la ciudad”, en: Retrato de Mujer. De la Colonia a Débora Arango. Catálogo exposición Sala Suramericana de Seguros. Agosto-Octubre de 2006, Medellín, p 27-36.

DEBORA ARANGO I Cuerpos femeninos: el descubrimiento de un continente







Una mujer  ocupa el primer plano. Se acaba de quitar un hábito de religiosa y su espléndido cuerpo se apropia  de todo el cuadro. No hay remordimiento. Sólo una mirada recelosa hacia atrás para asegurarse de que las monjas oscuras y el  Cristo del fondo no la descubran. Está en una ventana dispuesta a saltar con sus senos al aire, sus generosas caderas, su cuerpo joven. Al lado de su pubis, descansa una camándula de la que también se ha despojado. El título de la acuarela es bastante literal: La huida del convento.  La herejía que supuso en su momento esta provocadora pintura de Débora Arango todavía reverbera, no sólo en las parroquias, sino en  la historia del arte colombiano. En el silencio de esta huida, se estaban descubriendo mundos inéditos. 



Este desnudo femenino, que de ninguna manera fue ni el primero ni el último realizado por Débora durante los primeros 20 años de su carrera (1939-1960), ofrece una nueva perspectiva cuando se le pone a dialogar con el de Friné o trata de blancas, de la misma artista. Allí, como es habitual en sus trabajos, el espectador llega a la mitad de un acontecimiento del que tiene algunas pistas pero no todas. A pesar de la alusión a Friné, la musa de Praxíteles quien salvó su vida gracias a su belleza, esta obra parece representar un episodio de prostitución de muchachas a quienes su hermosura más bien las condena. Allí, dos personajes masculinos semidesnudos rodean a una mujer en el centro de un corrillo. Uno de ellos trata de desvestirla, mientras el otro simplemente la mira con una expresión que puede ser la más concupiscente de la historia del arte nacional.  A su lado, aquel gesto del cachaco que se vuelve para observar a una criadita  en Por las velas, el pan y el chocolate de Epifanio Garay (1870) es apenas un pálido ejercicio de galanteo y una descripción ingenua del mundo azaroso que les esperaba a las mujeres en las calles.


 Esta mirada de deseo y la reacción de vergüenza que provoca en la mujer desnuda se conectaría mejor con una obra contemporánea realizada muchos años después. Se trata de un collage de Barbara Kruger donde sobre la fotografía de un perfil femenino se puede leer el texto: “Tu mirada hiere este lado de mi cara”. La del hombre de Friné hiere todo el cuerpo de la mujer. Es el arquetipo de la mirada que tradicionalmente han tenido los artistas masculinos sobre los cuerpos-objetos femeninos. Y es el espacio que se establece entre Friné,  donde el hombre mira a las mujeres, y Huida, donde la mujer se mira a sí misma, el lugar inédito que inaugura la obra de Débora en la historia del arte colombiano. Como dice Constance Penley, el hombre no ha sido sólo el portador de la mirada, sino  del significado de la misma[1]. Todo ha sido constituido basándose en esta mirada masculina, autoritaria, jerárquica y normatizadora, incluyendo las simbolizaciones del cuerpo de la mujer. La mirada femenina, sin embargo, sostiene Francesca Roncagliolo, ha pasado desapercibida, ha sido descuidada, incluso se ha ignorado su existencia[2]. Con Débora, sin embargo, el hombre que mira es mirado (por una mujer), lo que relativiza el poder de su mirada. Esta ya no es única ni universal. Al contrario se muestra subjetiva, fragmentaria, tendenciosa. Y mientras la mirada del hombre se pone en entredicho, la mujer por primera vez en el arte colombiano detenta el poder de mirarse a sí misma. Ha descubierto el nuevo continente de su cuerpo.
Porque este desnudamiento de los cuerpos de Débora no tiene sólo connotaciones sexuales, perspectiva desde la cual se juzgaron estas obras en su tiempo. Va más allá. Cuando esta mujer se quita este hábito, también les está quitando los rebozos físicos y mentales a todas las mujeres mudas de aquella galería empañada de la tradición. Las mujeres desnudas de Débora quiebran aquellos espejos turbios donde los reflejos del cuerpo y la identidad femenina naufragaban en un pozo de silencios, vacíos y agujeros negros. Este desnudamiento también deshace  otras coordenadas, como las espacio- temporales donde debía instalarse el cuerpo de la mujer, los roles a los que debía jugar, el sistema de gestos y actitudes que debía adoptar, los compartimentos sociales y culturales done debía permanecer. Aquí se estaba redefiniendo inéditamente su género y,  con él, su cuerpo. En la obra de Débora, por primera vez entre nosotros, la mujer deja  de ser un espacio negativo, un espejo sin reflejo como el de los vampiros, para asumirse en la autónoma positividad de su cuerpo y su carne.
Esto no significa que el encuentro de Débora -y a través de sus ojos, de las mujeres colombianas, con sus propios cuerpos- haya sido un episodio épico y triunfal. Al contrario, fue uno de los más brutales que recordemos. Con Débora, los cuerpos colombianos nacen dolorosamente a la modernidad. Han pasado ya los tiempos de los cuerpos regidos por la anatomía piadosa de la Colonia. Cuerpos negados en los que el espíritu había triunfado sobre la carne  con su credo de dolor corporal purificador. Pero también ya está agonizante el cuerpo señorial de la tradición, aquel que cambió el discurso sacro por el seglar, el catecismo de Astete por la urbanidad de Carreño, el dogma por el comportamiento adecuado, la moral por la higiene, al confesor por el médico.

omado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.



[1] Citado en ARAMBURU, Op. cit.
[2] ARAMBURU, Op. cit.

domingo, 24 de febrero de 2013

MARIPAZ JARAMILLO (II). En el nombre del simulacro.



Maripaz Jaramillo, La Dueña
Uno de los puntos de vista de la obra María de la Paz a este rompecabezas para armar el cuerpo de la mujer en el arte colombiano es precisamente la conciencia de la construcción artificiosa de lo femenino. La artista parece decirnos  que el género no es sólo una determinación biológica ni genética, sino un simulacro, una parodia, un disfraz, una mascarada. La asunción del género quizás sólo sea un acto teatral que se lleva a cabo usando un maquillaje, unos vestidos, unas poses, una actitud.  Y el ser mujer sólo una máscara que puede ser usada o quitada[1]. Estas mujeres llevan estos presupuestos a sus extremos. Borran sus identidades (en el caso que alguna vez las hayan tenido) y deciden cumplir a pie juntillas el  ideal del objeto sexual.  Se convierten así en juguetes  eróticos con sus escotes, sus piernas entrelazadas, sus bocas abiertas, sus cuerpos siempre dispuestos y siempre de la misma manera. Y escriben con la tinta del deseo una nueva cartografía sobre sus cuerpos.

El carmín, rechazado por la moral y la estética señorial, se convierte en un protagonista principal en esta reescritura del cuerpo. La belleza ya no estará en el decoro corporal ni en el brillo recatado de los ojos, aquellos espejos del alma que establecieron la sensibilidad y el arte desde el  Barroco. Ahora el núcleo del rostro se vuelca hacia la boca roja, y con ello la seducción galante se vuelve carnal. Las medias, los sostenes, las faldas largas se pierden para dar paso a los vestidos ceñidos, los escotes profundos, las piernas al aire. Pero la meta no es llegar a la desnudez total: “En el traje reside toda la fuerza, todo el peligro, todo el misterio de la mujer. Desnuda, ¡oh enemiga¡ sólo eres un pobre ser prisionero y débil, un alma cándida y cristalina que no tiene nada que esconder”[2]. En las artes figurativas,   el erotismo se ha manifestado tradicionalmente  como una relación entre las partes del cuerpo  cubiertas por ropas y aquellas que no[3]. Así lo erótico sólo será  posible  en el tránsito de lo vestido a lo desvestido.

Maripaz Jaramillo, La Monja, 1974


Como practicantes de este credo, las mujeres de María de la Paz, nunca están desnudas, ni siquiera cuando se desnudan. Miremos por ejemplo su grabado Monja No 2.  (1974). Esta figura con los senos al aire conserva, sin embargo, un manto sacro en la cabeza que le llega hasta los hombros, mientras su rostro desaparece debajo de una gruesa capa de maquillaje que enfatiza el carácter sexual de su boca, de sus ojos y de toda su actitud.   A diferencia de la monja de La huida del convento de Débora Arango,  la cual se quitaba todas sus vestiduras en un movimiento que le revelaba a ella misma su cuerpo, el desnudamiento de la monja de María de la Paz sólo se da en función del deseo masculino. Como todas sus otras mujeres, esta monja sólo está disfrazada de monja. Y sólo está disfrazada para aportarle otro color a la coreografía erótica. Porque los roles de las mujeres de María de la Paz no son una taxonomía de sus posibilidades de realización y expresión como sucedía en las obras  de Débora Arango, sino que se reducen una vez más a la mascarada. Al no tener ellas sustancia, identidad, destino, la variedad de sus  roles sólo es una paleta  superficial que sirve para enriquecer el juego de la seducción como cuando en la iconografía pornográfica las mujeres se disfrazan de enfermeras, azafatas, mucamas, etc.

Maripaz Jaramillo, Pareja en Capurganá


Sin embargo, paradójicamente,  las mujeres de María de la Paz no son exactamente víctimas pasivas de la mirada y el ideal masculino. Más bien parecen juguetear con él. La mascarada, el hecho de disfrazarse del objeto sexual ideal, no es una simple sumisión sino una manera de tomar la sartén por el mango. Encarnan el estereotipo pero hay una conciencia al hacerlo, al asumirlo como un código, una representación, una máscara que se quitan y se ponen. Una acción que realizan ellas mismas, no los otros. Son mujeres que conocen la feria de las vanidades, el performance de los sexos, el consumo de las imágenes femeninas, el género como teatralización.  Pero no padecen estos presupuestos como una imposición, sino que los disfrutan y los replican voluntariamente, con placer. Ellas saben cómo miran los hombres, saben qué quiere esa mirada y la complacen siguiendo sus reglas del juego, pero sólo para obtener lo que se proponen.

La artista, por su parte, aunque no tiene interés en subvertir el código ni el estereotipo, por medio de estas imágenes logra  distanciarse de él. Mira al hombre que mira a las mujeres que a su vez sólo se constituyen en su mirada. Y este hecho la pone más allá de una simple complicidad con la mirada masculina, pues lo que está logrando es un relato de la formación de la identidad femenina y su construcción consciente como mascarada. 

Esta galería de mujeres exhibicionistas y en primer plano parecería estar al extremo opuesto de la galería empañada de la tradición. Mientras en ésta las mujeres se opacaban, se escondían, paralizadas, sumisas y calladas, la galería estridente de María de la Paz parecería estar visibilizándolas y descubriendo sus cuerpos. Sin embargo, esta exhibición  es tan sólo un efecto de superficie, una ilusión. Porque detrás del maquillaje, las máscaras, los gestos procaces, la ostentación de los cuerpos sólo parece habitar el vacío que le queda a la mujer cuando abandona los roles, los ideales, las determinaciones sociales y los estereotipos. Esta galería  de caparazones brillantes se muestra tan incapaz de mostrarnos su cuerpo como aquella empañada de la tradición. ¿Dónde habita la mujer más allá del artificio? ¿Qué queda allí cuando se lava la cara, se apaga la música  y llega el día? ¿Dónde está su cuerpo cuándo el show se acaba y nadie la mira? En estas representaciones de un vacío no hallaremos estas respuestas.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de Mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010.



[1] Como lo aseguraba la teórica feminista Mary Ann Doane. Citado en ARAMBURU, Op. cit.
[2] Así lo advertían las páginas femeninas de la revista Cromos en 1923. Citado en PEDRAZA, Zandra, op. cit, p 324
[3] PERNIOLA, Mario. Entre vestido y desnudo. En FEHER, Michel, editor. Fragmentos para una historia del cuerpo humano. Parte segunda. Madrid: Taurus, 1990, p 237.

CUERPOS PARA QUE GOCEN. MARÍA DE LA PAZ JARAMILLO (I)





Maripaz Jaramillo, serie Parejas
Las boquitas pintadas de María de la Paz Jaramillo mancharon con sus pegotes lúbricos la escena límpida de los años 70. Mientras muchos artistas colombianos de la época estaban inventando mundos   abstractos, sus  muñecas frívolas recordaron que las mujeres tenían cuerpos y deseos.  Una memoria que  se había perdido en el arte colombiano desde los atrevidos desnudos de Débora de los años 40 y 50. Pero mientras aquellos cuerpos aspiraban a la carne, los de María de la Paz eran de papel. Los cuerpos de Débora seguían todavía en la esfera de la tradición renacentista para la cual la representación del cuerpo humano se apoyaba en la morfología, basada a su vez en la anatomía, un estudio al que le dedicó sus mayores energías[1]. Sin embargo, aunque Débora transgrede  estos parámetros  con sus cuerpos deformados por la expresión en los que el código anatomista llega a sus límites, nunca se sale del todo de él.

Maripaz Jaramillo, Mujer Caribe,

 Las mujercitas estridentes de María de la Paz, sus bocas de carmín, sus ojos fucsias, sus pieles sicodélicas, sin embargo, se han fugado de otro planeta: del de los medios masivos de comunicación. María de la Paz es hija de unos tiempos  de ojos quebrados, en los que la mirada se ejerce con el lente fragmentado y espasmódico de la fotografía, el cine, la televisión y cuyos imaginarios están dominados por la moda y la publicidad. Los cuerpos de sus mujeres tienen los colores de los impresos,  su trama, bidimensionalidad, fragmentación  y esquematización. Para representarlas, la artista acude a estas estrategias pop, pero desde la idiosincrasia popular colombiana que no sueña con divas platinadas como Marilyn, sino con las beldades kitsch de los culebrones, el bolero y las baladas. Mujeres que pueden ser protagonistas de historias despechadas como “Por qué te conocí”, “Quiero morir de dolor”, “Tu amor no me conviene” o “Bandolera” (algunos de los títulos de sus obras). Mujeres que cambiaron el olor a santidad de las monjas muertas por el pachulí de las cabareteras vivas. “Mujeres gastadas por los besos”.
Maripaz Jaramillo,, sin título

Estos cuerpos no están ya destinados a la maternidad ni consagrados a la familia ni constreñidos  a la crianza de los nuevos ciudadanos ni  aspiran a constituirse en el faro de aquellas buenas costumbres que sustentarían la sociedad y el progreso. Al contrario, subvierten todos estos parámetros y exigencias  señoriales. En contra del recato, estos cuerpos se  exhiben, rompen la delimitación espacial de sus reinos domésticos y conquistan el exterior, viven la noche más allá de la seguridad del día. Son mujeres para  las sombras y la calle, cuyos cuerpos artificiosos brillan como joyas baratas bajo las luces eléctricas.

Eros ha triunfado sobre sus pieles y ya no funciona más el discurso que las consideraba seres menos animalizados y más aptos moralmente que los hombres. Son mujeres preparadas mental y físicamente para los placeres carnales. Pero, a pesar de las apariencias, el tema de estas representaciones no es  el deseo femenino. De lo que realmente nos hablan estas obras es del deseo de la mujer de ser deseada. Parodiando a Fassbinder, estas mujeres sólo quieren que las quieran. Son protagonistas de ritos de seducción en los cuales  aceptan plena y conscientemente  ser el objeto del deseo masculino, consagrándose a ello con toda su fuerza, con toda su astucia y  con  todo su cuerpo. Maria de la Paz recrea esta coreografía e iconografía corporal de la seducción con las posibilidades que le ofrecen las estrategias pop en unos cuerpos fetichizados, fragmentados, focalizados, gestuales y teatrales que sólo existen en cuanto objeto de la mirada erótica masculina.  Cuerpos a los que no les interesa tanto satisfacer su deseo como hacer un despliegue visual de él.

Marupaz Jaramillo

Como no se trata tanto de desear como de parecer que se desea, estos cuerpos deciden ser una máscara. Pasaron los tiempos de los cuerpos sustanciales, esenciales, de las identidades fijas, totales de la galería empañada. El mundo de María de la Paz  en series como Parejas (1982) y Salsa (1982) es un simulacro y está poblado también por simulacros. La luz artificial simula paraísos eróticos, las mujeres se simulan diosas lúbricas, los hombres se simulan latin lovers, unos y otros simulan encuentros amorosos y sensuales. Sus mundos son una puesta en escena  que no esconde su artificiosidad, sino que al contrario la enfatiza con colores, muecas, gestos, poses y actitudes corporales retorizadas. 

La artista no se esfuerza en la representación de cuerpos biológicamente determinados sino culturalmente construidos, sobre los cuales se despliega una caracterización visual de roles estereotipados de lo masculino y lo femenino, concebidos como opuestos. Así, en esta iconografía  a la las bocas rojas les  corresponden las ojeras oscuras, a los cabellos esponjados y largos, las  patillas recortadas; a la falda,  el frac; al escote, la corbata; a las blusas sin hombros, las camisas de cuello alto. Los hombres clavan sus bocas y sus manos. Las mujeres prestan los cuellos para que lo hagan. Los hombres doblegan los cuerpos femeninos, ellas se dejan doblegar por ellos. Es un armonioso y total ying y yang sentimental.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de mujer: modelo para armar.Medellín, La Carreta, 2010



[1] Débora aseguraba: “al artista que no domine el desnudo le falta todavía un buen trecho que recorrer por el camino de las realizaciones y algo que llenar en el dominio de la técnica”. Citado en LONDOÑO; Santiago, En: “Débora por Débora”, op. cit.

domingo, 10 de febrero de 2013

Adriana Duque (II). Blancas como la nieve



Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Madriguera, 2005
Al iniciarse el siglo, se afianzó en los discursos de nuestros políticos y  educadores, la idea de la imperfección del cuerpo de los colombianos[1]. Fue entonces una preocupación capital cómo alcanzar el ansiado progreso e ingresar a la modernidad con unos cuerpos imperfectos cuya peor maldición era el mestizaje y la herencia espuria de las razas negras e indígenas. El  cuerpo asumió así una importancia capital, porque a pesar de las sospechas que recayeron sobe él, se le consideró un requisito indispensable para el desarrollo de la patria y para la construcción de la nacionalidad. La elite  estableció  entonces los imaginarios de la sociedad que quería construir pero, al hacerlo, también  creó un mar de  contradicciones marcadas por la marginación, la segregación y la exclusión en el discurso que nos constituye desde entonces como Nación[2].

Lo negro, lo indio, lo mestizo son pues detectados como los principales obstáculos para avanzar en ese camino del progreso. Era necesario, por lo tanto,  sanar este talón de Aquiles que dejaba cojeando al débil cuerpo de nuestra nacionalidad incipiente. Para ello, se propuso acabar las etnias problemáticas mezclándolas cada vez más con elementos arios, llegando incluso a sugerir la entrada masiva de ciudadanos europeos que terminaran de limpiar nuestra contaminada sangre criolla. Era entonces inconcebible pensar en una Nación que le  diera cabida a todos, y  el único discurso que parecía posible era el de “juntos pero no revueltos”[3]. Sin embargo, la realidad era que estábamos juntos y revueltos.  En este contexto,  el  control del cuerpo, con mecanismos sociales como los de  la urbanidad,  se convirtió en la manera de enfrentar esa diversidad étnica, cultural y social caótica que nos alejaba de la modernidad y del progreso. Así se formó desde entonces  una estructura de clase y géneros intransigente, a cada uno de los cuales le correspondía una semiótica corporal y unos comportamientos adecuados que se convertirían en los pilares del orden de la modernidad colombiana.  La sociedad queda así compartimentada en férreas casillas sociales y sexuales, que se expresarían en un manejo exterior del cuerpo determinado y codificado con el que se buscaría conjurar la debacle de la imperfección, la degeneración colectiva corporal, la hibridación, la mixtura y la consiguiente ineptitud somática para alcanzar el progreso. Desde entonces se normatizaría el aspecto externo, las conductas, los comportamientos, los movimientos, los ademanes y el arreglo personal adecuados de acuerdo a la posición social, el género y la raza. Estas buenas maneras y costumbres, en su lucha por alcanzar el ideal europeo desde nuestra imperfección racial y cultural, serían propuestas como los elementos distintivos de nuestra balbuceante nacionalidad[4].

Adriana Duque,  Serie de Cuento en Cuento, Risitos de Oro, 2005

En este contexto el cuerpo de la mujer y de las niñas se puso en el ojo del huracán. En ellas se delegó la responsabilidad de cimentar la familia burguesa y la propagación de las buenas costumbres que no eran otra cosa que la base de la nacionalidad incipiente. La adecuación de los cuerpos a sus nuevos usos modernos se debía hacer en el hogar y estaba a cargo de las mujeres, sobre las cuales recaían todas las responsabilidades morales y patrióticas. Y el centro de esta educación eran las niñas, como lo expresa Rufino Cuervo en las páginas de la primera urbanidad que se escribió en el país dedicada específicamente a ellas: “La educación de las niñas exige, hoy más que en ningún otro tiempo, una atención especialísima. En el embate de los vicios y de los malos instintos que amagan tornar el país a la barbarie, la providencia nos presenta en nuestras esposas y en nuestros hijos salvándose de la corrupción


Las niñas de Collectibles, impolutas, aisladas, atemporales y sin espacio como las utopías, ahora aterrizan, circulan, se relacionan, caminan por la tierra sucia del país con sus delicados zapaticos de hebillas. Ya no son muñecas aunque sus cuerpos sigan emulándolas y continúen acunándolas en sus brazos. Más bien cumplen ahora el papel de “las princesas”. Algunas tienen coronas, ocupan siempre el centro, sus vestidos aluden a pasados siglos monárquicos y su mirada es mayestática. Sin embargo, sus reinos son espurios. Casas antiguas de techos altos y paredes descascaradas, cortinas de telas baratas, añejos papeles de colgadura, baldosas de pueblo, cocinas ahumadas con fogones de leña, muebles desvencijados… decadentes  recintos del sueño o del inconsciente colectivo. Por no hablar de su compañía, del todo indigna o, al menos disonante, para estas perfectas princesas blancas.
Los personajes de La Sagrada Familia no parecen ser retratos individuales, personas de carne y hueso, sino más bien encarnaciones míticas de roles, estructuras y  funciones familiares, sociales o sicoanalíticas[1]. Allí están, El Padre, La Madre, Los Hermanos, Los Abuelos, Los Tíos,  Las Niñas (en mayúscula como se escriben los arquetipos) en sus baratos reinos domésticos.  Pero estos grupos familiares son deformes. No hay paz ni sosiego en ellos. El espacio que se instaura entre los personajes no es continuo,  sino que parece lleno de baches y de huecos invisibles.  Aunque están todos juntos y posan mudos ante la cámara, los protagonistas de la puesta en escena  parecen venir de tiempos distintos, de órdenes culturales diferentes, de complejos simbólicos diversos. Esas niñas blancas no pueden ser hijas biológicas de esos padres de fuertes rasgos indígenas, los vestidos infantiles de terciopelo  chocan con las chaquetas de cuero y los bluyines de las mujeres jóvenes, el estrato social de los abuelos no es el de los nietos. La falta de contacto corporal o  visual refuerza esa sensación de tensión, de incomodidad, de falta de homogeneidad al interior de las escenas.

Adriana Duque,  Serie Sagrada Familia, Familia 5, 2007

Sobre las paredes de estos recintos hay  colgadas varias imágenes: retratos familiares, reproducciones de obras de la historia del arte universal y estampas religiosas. Estos cuadros aunque aparecen en un segundo plano, sin embargo están  estructurando la escena que tiene lugar adelante. Desde esas representaciones  se irradian los ideales occidentales que no se cumplen en nuestra realidad, como aquellos preceptos del orden corporal de la modernidad. Los personajes de Duque, a pesar de sus aparentes esfuerzos, parecen incapaces de emular a sus modelos. Aquel ideal de las familias patriarcales y blancas, cuya armonía instaura el Corazón de Jesús a veces,  otras la Virgen María, no se alcanza. En esta serie, al contrario,  salta a la vista, la profunda inadecuación entre el cuerpo real, campesino, inculto, no ilustrado, mestizo del colombiano y su ideal que serían aquellos cuadros de las paredes. En ellos se instauran  categorías, personajes y posibilidades de relación  que los personajes de Duque sólo pueden emular errática y defectuosamente.  Aquellas imágenes ejemplares son inalcanzables. Los modelos corporales caucásicos tampoco pueden seguirse con el imperfecto, mestizo y poco urbanizado cuerpo colombiano.   

Nadín Ospina ha relatado la anécdota de cómo su familia de ascendencia alemana escondió por generaciones una fotografía donde aparecía una abuela totalmente indígena[1]. Esa imagen era la prueba de un pecado original que no estaban dispuestos a admitir. La Sagrada Familia de Adriana Duque también parece ocultar otros pecados raciales y culturales de este tipo. Algo ha sucedido en el pasado, algo se esconde, no todo se muestra, nuestra historia colectiva y nuestras historias individuales son oscuras, no han terminado de relatarse ni de verse. Y los pedazos ocultos, las piezas censuradas que le faltan al rompecabezas, son las que no nos dejan leer la anécdota total de estos retratos familiares deformes, enigmáticos, ambiguos. En ellos se establece la brecha entre el país real y el imaginado, entre el cuerpo que quisieron nuestros políticos y educadores y el que teníamos.  Estas fotografías son una declaración de rendición ante el ideal. Si el kitsch es la solución criolla para la apropiación de la pintura de grandes maneras occidentales, las muecas ridículas, impropias, bárbaras de estos personajes son el fallido intento de apropiarse de aquel cuerpo perfecto blanco, urbanizado y moderno. Las únicas que parecen dar la talla a las exigencias del discurso son estas niñas blancas, sin embargo nos queda la duda de que sean reales. Tal vez sólo sean la imagen de la utopía que nunca se cumple. Las mujeres, como siempre y desde siempre condenadas a una perfección inventada por otros.

Ver http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-delicadas-como-una-rosa.html


Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010

Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008




[1] HERZOG, Hans-Michael. “El pasado precolombino es inasible”, entrevista a Nadín Ospina, en: Revista Mundo, Bogotá, revista 18, junio 16 de 2005.        


[1] PEDRAZA, Zandra, op. cit., p 20.
[2] SANDOVAL,  Armando. El indio: entre el racismo, la nación y la nacionalidad colombiana. http://www.naya.org.ar/congreso/ponencia1-13.htm. Página visitada 30 de noviembre de 2009.
[3] SANDOVAL,  Armando. Op. cit.
[4] PEDRAZA, Zandra. Op. cit., p 53.

Adriana Duque (I). Muñequitas.

Adriana Duque, Juana, Serie Collectibles, 2007
 Esta es una galería rosa de feminidad hipertrofiada, de algodón dulce, moños, flores,  encajes, pliegues, cintas, tez blanca, naricitas respingadas, pestañas crespas. Pequeños cuerpos ingrávidos revolotean por ella. Aunque  tal vez no sea apropiado usar el plural, porque sólo hay un cuerpo  (o un molde de cuerpo) repetido obsesivamente en la serie Collectibles (2007) de la fotógrafa Adriana Duque.  Lo único que cambia de un retrato a otro son las caras, las cuales sin embargo también cumplen un código estricto. Son rostros de niñas blancas, de rasgos caucásicos ortodoxos, ojos claros, cabello rubio y abundantes bucles, a veces cortos, otras cayendo en cascada hasta los hombros.  Pero los suyos no son rostros plácidos, sino  enigmáticos, de miradas envenenadas, de viscosidades secretas. “No todo lo que ves es todo lo que hay” parecen decirnos desde esta galería  que más que empañada está encantada.
Son representaciones retorizadas que nos devuelven al siglo XIX, cuando las niñas no se habían inventado como edad, como sensibilidad ni como tema, y simplemente se les  concebía como mujeres  en miniatura. Por supuesto,  estas  niñas, como sus modelos adultas, tampoco tenían cuerpos. Estos se cubrían con paños pesados y líneas rectas, que los ahogaban en la falta de nombre y de imagen. Eran cuerpos labrados por una “anatomía en  pendiente”, como  la llama Vigarello[1]. Estos cuerpos iban de lo delicado arriba a lo más grosero abajo, siguiendo conceptos astrobiológicos que consideraban  las partes corporales inferiores emparentadas con la tierra, lo mundano y, por lo tanto, manchadas de  vulgaridad,  innobleza y pecado. Por esto, los miembros debajo de la cabeza  eran despreciados y relegados a ser simples soportes, zócalos de las partes superiores como el rostro, el cuello, los ojos, las manos, depositarias de la nobleza y la gracia, por su cercanía al cielo.

Adriana Duque, Sara, Serie Collectibles, 2007

 Así nos llegan estas niñas: como una cabeza y unas manos, y con el resto del cuerpo como un secreto. Sin embargo, aunque la representación  de estos cuerpos no se detiene en los caracteres sexuales,  es claro de un solo golpe de vista que son niñas y no niños. El cabello largo, las mejillas sonrosadas, las bocas finas y rojas ayudan en esta diferenciación visual. Pero hay todavía una herramienta más, tomada de la más rancia tradición icónica que los hace claramente femeninos. Sobre estos cuerpos ocultos se despliega gráficamente  una simbología: “Dibujar a un niña era hacer visible la feminidad imaginada como liviandad, quietud, gracia, ensimismamiento, delicadeza, adorno, afectación”[2].  Es un sobre-cuerpo  donde se construye simbólicamente el mundo femenino en contraposición al masculino, del cual debe estar separado. Un cuerpo cultural que se despliega sobre el cuerpo natural, gracias a códigos  como moños, encajes, prenses, cintas, flores, pliegues, mangas embobadas, faldas con vuelo, bucles y todo tipo de redondeces[3].  El cuerpo de Collectibles  es el  imaginado y estereotipado  de la feminidad que tiene su más alta expresión en “la muñeca”. 

Muñequita

Adriana Duque, Serie De cuento en cuento, 2005


Así como la niña es una versión en miniatura de la mujer adulta, la muñeca es una versión en miniatura de la niña. Y es el lugar de las identidades. Una muñeca es un discurso preciso, pedagógico y autoritario sobre el cuerpo. Se instaura como el ideal al que los cuerpos infantiles deben aspirar,  es la cartilla visual que se debe imitar, el modelo corporal que se debe seguir. Es la gran  escuela de la feminidad.  Hay una fotografía de la serie De cuento en cuento (2005) donde este sistema de espejos y correspondencias queda claro. Una de las niñas rubias de Duque está sentada en una especie de trono, como una princesa, con sus bucles sobre los hombros, con su vestido celeste de terciopelo, cuello de bordes redondeados, mangas recogidas, falda amplia, zapaticos blancos con moñitos rosados. Lleva en su regazo, como una hija, una muñeca idéntica: la misma tez blanca, los mismos rasgos finos, pelo rubio ensortijado, cuello de puntas redondeadas, zapaticos finos. ¿Imita la muñeca a la niña o es la niña la que imita a la muñeca? Esta muñeca a la vez que es la bebé que la niña dará a luz en el futuro, es también la más autoritaria voz de la tradición. Como si ella se estuviera pariendo a sí misma en el exigente proceso de formar un cuerpo femenino tal como debe ser según las exigencias del entorno. Y el género femenino no es una categoría biológica sino  un conjunto de códigos visuales que aquí quedan completamente establecidos.
Las niñas de Collectibles han llevado este esfuerzo más allá. Las muñecas que las moldean no están afuera, acunadas en sus brazos. Aquí, al contrario, se han fusionado con ellas mismas. Gracias a la tecnología digital, se han convertido en niñas-muñecas, con cuerpos y manos de porcelana, y caras de carne  tersa. Recuerdan con esta mixtura material a aquellos santos coloniales hechos de madera pero coronados por rostros y manos de plata. Y es esta fusión de cuerpos de órdenes diversos (el real y el de la ficción, el de carne y el de porcelana, el contemporáneo y el arquetípico) lo que le presta toda su inquietud a estas imágenes enigmáticas, que superficialmente sólo parecían extremadamente estéticas.  No estamos en el nivel de las imitaciones ingenuas de la realidad, sino en el de la deconstrucción de los discursos sobre ella. Estas imágenes  no son simplemente de niñas que cumplen los cánones de belleza occidentales. Es el  ideal de la feminidad el que aparece aquí  retratado. La feminidad como un código, como la categoría de la imaginación de la que hablaba Sartre, como un conjunto de rasgos inventados que se ponen y se quitan. Estas niñas-muñecas irreales  son un fino concentrado de ella, un frasco miniatura donde se guarda su perfume más esencial, su extracto más primitivo. Y esa feminidad es blanca entre nosotros. Estas niñas, sin duda, eran el mejor sueño o quizás la peor  pesadilla de ideólogos como Luis López de Mesa, Laureano Gómez o su hijo Álvaro porque representan todo lo que se quería de los cuerpos colombianos pero también todo lo que nunca serían. 

Sigue en  http://ciudadelasmujeres.blogspot.com/2013/02/adriana-duque-ii-blancas-como-la-nieve.html

Texto tomado de GIRALDO, Sol A, Cuerpo de Mujer: Modelo para armar. Medellín, Editorial La Carreta, 2010

Fotografías tomadas de Adriana Duque, La Silueta Ediciones, Bogotá, 2008




[1] VIGARELLO, Georges. Historia de la belleza. El cuerpo y el arte de embellecer desde el Renacimiento hasta nuestros días. Buenos Aires: Nueva Visión, 2005, p 22.
[2] OSORIO, Zenaida. Op. cit, p 49.

[3] En contraposición al cuerpo femenino de estas niñas,  está el cuerpo del niño realizado en otros trabajos de Duque  como en la serie Paisajes (2001), donde éste se caracteriza por un imaginario visual donde se despliega el color negro en la ropa, lo recto, lo geométrico, lo despojado, lo falto de adorno. Estos son elementos que hacen visible una masculinidad imaginada como fortaleza, actividad, rudeza, agresividad y exterioridad.

sábado, 5 de enero de 2013

Clemencia Echeverry: espacios sonoros de la violencia




Clemencia Echeverri parte de la pintura y la escultura, pública, antes de pasar a la instalación. Y cuando aborda este nuevo lenguaje, lo hace desde un punto de vista bastante inédito, al hacer un fuerte énfasis  en el componente sonoro de sus video-instalaciones. Al contrario de lo que sucede en el trabajo de muchos otros video-instaladores locales o nacionales, donde el sonido es un elemento periférico al que se puede aludir o no, para C Echeverri éste se convierte en la esencia de sus planteamientos. El sonido, junto a la imagen, el tiempo y el espacio son los ejes estructurantes de su obra. Una obra que no tiene meros intereses experimentales o documentales, sino que se plantea una pregunta clara y precisa sobre la violencia en el contexto colombiano. Al alterar la violencia la percepción del tiempo y del espacio, estos temas también se instalan en el centro de sus preocupaciones que son indagar cómo el espacio doméstico, el rural, el urbano termina tragado por el no-espacio, por el no-lugar de la violencia.

El espacio quebrado, la ruptura del espacio absoluto ha sido un problema recurrente para la posmodernidad, y la técnica fragmentada del video se ha adecuado muy bien para tratar desde el arte estas preocupaciones.  Sin embargo, en el caso concreto de un país en guerra, esta ruptura del espacio tiene otras connotaciones: territorialización, bloqueo, clausura, despojo, atomización espacial ejercida por los distintos poderes. Así, C Echeverri ha acudido a estas herramientas usada por artistas de la escena internacional pero para aludir a la acepción particular de esta ruptura del espacio en el contexto específico colombiano. La fragmentación de esta técnica da cuenta aquí de la fragmentación del espacio violentado.

Esta percepción del espacio de la violencia es mucho más compleja que el cubrimiento paroxístico y simplista que realizan los medios de comunicación. En los escenarios alterados por la violencia se dan unos abigarrados cruces entre las coordenadas espaciales y temporales, entre lo visual y lo sonoro, entre la objetividad  y la subjetividad, entre lo individual y lo colectivo, entre lo ritual y lo histórico, entre lo cotidiano y lo público. Un complejo tan intrincado al que no se puede llegar con un lenguaje plano, unívoco, maniqueo. Se trata, al contrario, de un concentrado de capas que la artista busca desgajar. Pero no lo hace para transformar esta compleja naturaleza del hecho violento en un ente domesticado que se pueda manipular como lo hacen los cubrimientos periodísticos. Al contrario, quiere conservar sus múltiples aristas: las capas del tiempo, las capas de espacios,  las capas de sonidos, las capas de memorias y olvidos, las capas que construyen las subjetividades de los individuos. En sus trabajos, todas ellas se yuxtaponen, se mezclan, se superponen simultáneamente, como sucede en la vida real.


Clemencia Echeverry, Treno, video-instalación, 2006

Y la ruta de acceso para acceder a esas capas profundas, ambiguas, múltiples es precisamente el sonido. Una voz que llama por teléfono y relata una desaparición (“Treno”, 2006). Unas voces que relatan como unas vidas han ido a dar a la cárcel (“Voz”, 2005). El murmullo de unas mujeres pregoneras acosadas en zonas marginales de la ciudad (“Cal y Canto”, 2002). El sonido que hace un gallo cuando mata sin piedad a su adversario (“Exhausto aún puede pelear”, 2000), el grito de un cerdo cuando lo sacrifican, las risas de las personas que lo hacen (“Apetitos de Familia”, 2000). Aquí estos sonidos funcionan como gérmenes de mundos perdidos o a punta de perderse, como hilos de Ariadna de la memoria, como ladrillos ínfimos con los que puede recobrarse un universo, como huellas mínimas a partir de la cual pueden seguirse rastros envolatados. Se trata de convocar el sonido que la violenta historia de Colombia no escucha. El sonido cargado de balas de silencio.  Un sonido que obstruye  espacios como el del gallo de pelea, uno que recupera espacios como el de los presidiarios que con sus voces reconstruyen ladrillo a ladrillo la casa primordial perdida, un sonido que delata el no-lugar que se chupa los muertos como en Treno. Sonidos que se vuelven espacio, espacio que es convocado por el sonido, que se vuelve sonido.  Sonidos que se traducen en intervenciones espaciales. Un sonido que es espacio y es escultura.


Este desdoblamiento es posible gracias  a las posibilidades de la técnica del video aplicadas  a un concepto y una necesidad muy clara, porque aquí la técnica está al servicio del arte y no al contrario.  Superposición de pantallas transparentes,  proyecciones simultáneas o  curvas, pantallas de doble imagen, voces que se replican, se acumulan, se pierden… el juego con el emplazamiento de las pantallas y el tratamiento de las voces logra alterar las percepciones espaciales y sensoriales del espectador de acuerdo a los propósitos de la artista para poder transmitir lo que desea en cada caso.
Aunque la artista hace una lectura crítica del tratamiento dado por los medios al hecho violento, también tiene conciencia de que se dirige a un espectador formado en estos códigos mediáticos. Por eso alude a ellos pero desactivándolos desde adentro. Pero va un paso más allá. Después de que el horror de la violencia y su representación servil por parte de los medios han llevado el lenguaje al punto cero, la artista con mirada de arqueóloga, reconstruye  los espacios cotidianos, rituales, mediáticos, violentados de la sociedad  para devolverles la palabra.

Biografía
http://www.clemenciaecheverri.com/webingles/index.php/bio/18-biografia

Tomado del capítulo "La instalación en Antioquia en la década del  2000" que realicé para el libro La instalación en el arte antioqueño, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2011

Libia Posada: El baile de las que sobran



Libia Posada, Evidencia Clínica (retrato: anónimo), fotografía impresión digital, papel 103 x86 cm, Medellín


¿Y dónde está la mujer en las colecciones de los museos históricos colombianos? Por todas partes. Pero ¿están todas? ¿qué clase de mujeres se han retratado?¿quiénes lo han hecho? ¿Ellas o ellos?  ¿Se han tenido que desnudar? ¿A qué han tenido que renunciar además de sus vestidos? ¿Cuáles se han tenido que poner? ¿Cómo se han tenido que maquillar? ¿Cuánto han debido callar?

Sabemos qué imágenes hay. Las apacibles de Francisco Cano, las exóticas de Pedro Nel Gómez, las rubicundas de Fernando Botero. Las construcciones de tantos hombres que las vieron, las idealizaron, las juzgaron, las crearon, dieron su opinión sobre ellas, las miraron y dejaron la huella modeladora de su mirada en sus retratos. Sin embargo ¿está allí realmente la imagen de la mujer? O, acaso ¿falta ese espejo? ¿Qué imágenes de ellas no están?

Con estas preguntas, que la acercan totalmente a los planteamientos de las guerrilla girls, movimiento feminista estadounidense de los años 60, la artista Libia Posada examinó la sala del siglo XIX del Museo de Antioquia durante el Encuentro Internacional de Arte Contemporáneo Medellín  (2007) y luego repitió este ejercicio en la colección del Museo Nacional de Bogotá.

En su recorrido por esta galería empañada vio retratos de severas matronas, vio niñas inocentes, jóvenes encantadoras, mujeres voluptuosas. Pero no estaban todos los reflejos de la mujer. Faltaba, precisamente, un tipo de imágenes que la artista viene trabajando desde hace algunos años: la de la mujer golpeada. Y todo lo que está detrás, que es algo mucho más complejo que un bruto macho agrediendo a una indefensa víctima.

Lo que la artista ve en el rostro de una mujer golpeada es una patología social de la cual estas mujeres son sólo un síntoma. Lo que ve es una sociedad que produce este tipo de mujeres y luego las esconde. Lo que ve es un vacío, un silencio aterradoramente cargado y producido por el poder. Lo que ve es la violencia escondida detrás de la armonía aparente de la plácida galería empañada. Entonces decide construir esa imagen que no está. Esa imagen en la que aunque todos participamos, ninguno quiere ver.

Empieza entonces a aplicar una sucesión febril de maquillajes que se superponen como capas de cebolla. Una mujer suele maquillarse, dice Libia Posada, para mejorar su circulación social. Luego viene un hombre y la golpea. Entonces ella se hace otra capa de maquillaje para que no la vean golpeada. Y es en este punto donde llega la artista y propone una capa más, que efectúa un maquillador forense. Este, con toda la exactitud del caso, reproduce los efectos de una golpiza en el rostro de un grupo de mujeres voluntarias quienes después son fotografiadas. Estas fotografías de mujeres golpeadas se llevan al museo para reemplazar algunas de las imágenes más emblemáticas de esta sala y allí se mimetizan con los retratos de hombres de estado y próceres que ha pintado con preferencia el arte oficial.

Libia Posada, Evidencia Clínica, intervención  Museo Nacional de Colombia  (Bogotá)


En estos retratos hechos por la artista, se emulan las imágenes tradicionales del museo, se simulan sus gestos, vestidos y fondos, para reemplazar posteriormente los modelos en los que se inspiraron. De esta manera la artista contamina toda una sala del museo, desafía la mirada hegemónica del hombre, la aséptica del arte, la moldeadora del retrato tradicional, desmitifica mitos, deshace lugares comunes y, sobre todo, pone a temblar los arquetipos. Todo ello, gracias a unos procedimientos de implantes, inserciones, cortes, transplantes, amputaciones realizadas con la mayor precisión quirúrgica. Ante el silencio cargado del poder, estas imágenes oponen la dignidad de otro silencio; ante los ojos ciegos, la mirada de frente; ante los ideales de la belleza, la fealdad de sus síntomas. 

El resultado es desconcertante, demoledor, transformador. Una sala muda se llena de todas las voces de las mujeres de la galería empañada que siempre callaron. El cubo blanco de la sala se ensucia. La composición ideal se desbarata. Las imágenes canónicas se deshacen Y una voz profunda, oscura, emerge de las entrañas de la tradición. Estas imágenes nos expulsan del paraíso del arte decimonónico, pero nos hacen comprender que desde hacía rato vivíamos al Este del Edén. La imagen apolínea no dejaba ver a estas mujeres, por otro lado, habitantes habituales de nuestra sociedad. L Posada le hace grietas al espejo y el monstruo empieza a reflejarse lentamente en sus fragmentos.

Biografía
Libia Posada nació en Andes (Antioquia) en 1959. Se graduó como médico cirujana de la Universidad de Antioquia en 1989, pero sintió muy pronto que sus preguntas vitales sólo era posible hacerlas desde el arte. Por eso estudió también Artes Plásticas en la misma universidad donde se graduó en 1996 y desde entonces ejerce las dos disciplinas. Esto le ha posibilitado un conocimiento desde adentro del discurso y la práctica médica, los cuales se han convertido en el centro de sus reflexiones artísticas. Ha expuesto en Medellín, Bogotá, Pereira, París, Barcelona, La Habana, Santiago de Chile, Buenos Aires, Lima, Montevideo, Caracas, entre otras ciudades.

Tomado de GIRALDO, Sol Astrid. Cuerpo de mujer: modelo para armar. Medellín, La Carreta, 2010